PAÍS

Frontera militarizada de Tacna: Centro de tensión migratoria entre Chile y Perú

Antes era un punto de tránsito, pero ahora Tacna, en la frontera entre Perú y Chile, se ha convertido en un tapón para los migrantes, sobre todo venezolanos, que buscan regresar a su país. BBC Mundo estuvo allí

Aquí no hay casi nada. Solo arena, una carretera que surca el árido paisaje y el mar a lo lejos. Y aquí, en esta frontera en pleno desierto de Atacama, se desarrolla el último episodio de la crisis migratoria venezolana en América Latina.

Es el cruce fronterizo de Tacna, el límite sur de Perú con Chile, desde hace varios días escenario de tensión, un límite cada vez más militarizado.

En él se acumulan grupos de migrantes, en su gran mayoría venezolanos, pero también haitianos, colombianos y de otras nacionalidades, que quieren cruzar de Chile a Perú, pero a los que las autoridades peruanas no les permiten el acceso por no contar con la documentación requerida.

Se han vivido enfrentamientos entre migrantes y policías, y a diario familias enteras soportan a la intemperie las condiciones extremas del desierto de Atacama, con un sol abrasador durante el día y temperaturas gélidas durante la noche.

La situación ha provocado incluso un incidente diplomático entre Chile y Perú, y el gobierno peruano decretó la pasada semana el estado de emergencia en las fronteras y desplegó al Ejército para hacer frente a la migración irregular, algo que semanas antes también había hecho Chile al otro lado.

BBC Mundo viajó hasta allí.

En mitad de ninguna parte

Para llegar al cruce fronterizo hay que rodar unos 45 minutos por la carretera Panamericana Sur desde la ciudad de Tacna, en Perú, una recta que atraviesa la vasta planicie arenosa.

La aparición de unos pequeños negocios de comidas en los márgenes de la carretera anuncian la inminente llegada al Complejo Fronterizo de Santa Rosa, la dependencia en la que deben registrarse todos los que entran en Perú procedentes de Chile.

Unos metros más allá está el epicentro del conflicto. Una hilera de hombres vestidos de verde custodian el lado chileno de la frontera. Son los Carabineros de Chile. Frente a ellos, a escasos metros, de negro, y equipados con material antidisturbios, los agentes de la Policía Nacional del Perú. Están allí para evitar que nadie pase sin permiso.

En medio, el campamento improvisado que han levantado los los migrantes. Una docena de carpas bajo las que se refugian del sol inclemente que se han convertido en su hogar. Hay enseres desperdigados por el suelo, y se acumulan las moscas y la basura. A falta de camas, los niños duermen en el suelo y, a falta de agua corriente, se lavan poco y mal con el agua embotellada que han recibido de algunas ONG chilenas.

Joe Pirella, venezolana de Maracaibo, lleva días aquí con sus tres hijos de corta edad. Hace años que dejó su país debido a la crítica situación económica, pero ahora se ha decidido a completar el recorrido inverso y ha atravesado con ellos el desierto chileno.

«Me fui de Venezuela por la situación económica, pero en Chile me he encontrado con que todo es tan caro que no hago más que trabajar, solo me alcanza para pagar el alquiler, y no tengo tiempo para estar con mis hijos», cuenta.

«Soy madre soltera y en Chile no tengo ningún apoyo. En Venezuela al menos tengo mi casa y mi familia», concluye.

Sin papeles, sin embargo, no puede pasar ahora a Perú y continuar camino hacia el norte.

Volver

Es una de las más activas en las quejas que los migrantes dirigen a voz en grito a los agentes peruanos que les niegan el paso. «¡Déjenme pasar! ¡Yo solo quiero irme para mi país!», les grita. Pero la autoridad insiste en que no puede pasar si no tiene documentos en regla.

Les cuenta su historia a los periodistas que le preguntan y al personal de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) que recaban datos de los migrantes varados.

Su insistencia tendrá premio. Ella y sus hijos son unos de los afortunados a los que al final se les permite entrar a Perú.

Como no tiene pasaporte en regla, no puede tomar en avión, pero ahora al menos podrá atravesar a pie Perú, Ecuador y Colombia, la peligrosa ruta que en un sentido u otro han cubierto millones de compatriotas desde que la economía venezolana comenzó su desplome en 2013 dando lugar a una de las mayores diásporas de la historia reciente.

No ha tenido tanta suerte por ahora Víctor Uribe. Él salió del estado de Portuguesa, en los llanos venezolanos, rumbo a Chile, también a buscarse la vida cuando no encontraba cómo en su tierra.

Trabajó un tiempo como vendedor ambulante en las calles de Santiago de Chile, pero últimamente las cosas se torcieron. «Un venezolano mató a un carabinero y empezaron a discriminarnos, por lo que decidí volver a Venezuela», afirma.

Víctor se refiere a Daniel Palma, el agente muerto de un disparo en la cabeza en pleno centro de Santiago el pasado 5 de abril, un crimen por el que dos jóvenes venezolanos fueron detenidos y que ha agravado la sensación de inseguridad en el país y la animadversión contra la comunidad venezolana desplazada a Chile.

Se trataba del tercer agente de la ley muerto en acto de servicio en menos de un mes y la conmoción nacional y la presión de la oposición empujaron al gobierno del presiente Gabriel Boric a aprobar medidas extraordinarias contra la delincuencia que incluyen el encarcelamiento preventivo de todos los extranjeros detenidos sin documentos que permitan acreditar su identidad.

Ya en febrero, Boric había ordenado el despliegue del Ejército en la frontera con Perú y con Bolivia.

El reciente endurecimiento de la política migratoria, el coste de la vida en Chile y la dificultad de los trámites para regularizar su situación son los motivos más citados por quienes se han lanzado ahora al camino de regreso.

Pero ese camino pasa por Perú y también allí se atribuye a ciudadanos venezolanos la autoría de crímenes que han escandalizado a la opinión pública, como el de la joven peruana a la que presuntamente quemó viva en el centro de Lima su expareja, un joven venezolano que fue finalmente detenido en Colombia.

Así que, como Boric dos meses antes, la presidenta peruana, Dina Boluarte, también decidió movilizar al Ejército y aprobó la pasada semana un decreto de emergencia a tal fin en medio de una escalada diplomática.

El alcalde de Tacna, Pascual Güisa, llamó a Boric «irresponsable», la Cancillería chilena reaccionó entregando una protesta formal al embajador peruano y el primer ministro de Boluarte, Alberto Otárola, le reclamó al presidente Boric que «solucione sus problemas y no los tire al Perú».

Esos «problemas» para los políticos son los migrantes. Como Yusmari Romero, otra madre venezolana varada en el desierto fronterizo que no sabe quién es Otárola ni entiende por qué no le dejan pasar si no piensa quedarse en Perú.

«Yo solo quiero regresar a mi país, pero por unos pocos elementos malos nos perjudican a todos los demás», lamenta, bañada en crema solar sobre una montaña de maletas.

A poca distancia, al otro lado de la frontera que sueña cruzar, centenares de militares peruanos enviados por el gobierno forman firmes ante las cámaras de TV mientras escuchan la arenga del general Jorge Chávez, ministro de Defensa, que les habla de la importante misión que se les ha encomendado: «Asegurar las fronteras de Perú.»

Visten uniformes de campaña del desierto y gritan consignas patrióticas antes de subirse a las camiones en los que patrullarán los 169 kilómetros de polvo que conforman esta frontera.

El objetivo es terminar con las entradas ilegales, pero basta un breve recorrido a pie para percatarse de la dificultad de la tarea. Maletas, zapatos, latas de conservas vacías y restos de hogueras en mitad de la nada revelan la audacia o la desesperación de quienes, incapaces de sortear la burocracia, se aventuraron en el desierto para poder continuar su camino, aunque sea ilegalmente.

 

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