
La decisión de la izquierda gobernante sobre impulsar una expropiación para regularizar la ocupación ilegal de terrenos donde viven miles de familias no solo es jurídicamente problemática: es políticamente peligrosa. En un país donde la igualdad ante la ley es la base mínima de convivencia democrática, resulta incomprensible que el Estado premie a quienes ingresaron por la fuerza mientras miles de familias —que siguen los procedimientos, postulan a subsidios y esperan años— continúan relegadas a la fila. Esta es una señal nítida de que la vía irregular es más eficaz que la vía institucional. Y ese mensaje, viniendo de un gobierno que se reivindica transformador, es profundamente regresivo.
A ello se suma que los tribunales ya resolvieron defender la propiedad del dueño. La sentencia no deja ambigüedades: la ocupación es ilegal y debe ser restituida. Pero el Gobierno ha omitido brindar el apoyo institucional necesario para ejecutar la decisión judicial, vaciando de contenido la autoridad del Poder Judicial y erosionando el principio de separación de poderes. ¿Desde cuándo un gobierno de izquierda puede decidir qué fallos se cumplen y cuáles se suspenden de facto?
La expropiación es —y debe seguir siendo— una herramienta excepcional para satisfacer un interés público real, no un atajo para resolver conflictos cuya raíz está en la incapacidad estatal de anticipar, regular y ordenar. Pretender que expropiar un predio usurpado es “proteger la propiedad” es un contrasentido: la propiedad es una garantía constitucional que el Estado debe resguardar, no reinterpretar para justificar una derrota administrativa convertida en política habitacional improvisada. Tal como lo denunció V. Kaiser, la izquierda cambia el sentido de las palabras para distorsionar la realidad y ahora una usurpación es una política habitacional.
Así, la pregunta clave se vuelve inevitable: ¿responde al interés público una expropiación que formaliza una ilegalidad y desautoriza un fallo judicial? Si el interés público exige certeza jurídica, igualdad ante la ley y respeto efectivo de las instituciones, la respuesta es simple: no. Esta decisión no fortalece al Estado; lo debilita. Y cuando un gobierno debilita al Estado para resolver una crisis que él mismo permitió crecer, deja de ser parte de la solución y se convierte, peligrosamente, en parte del problema.
