
La separación de la Iglesia y el Estado en Chile fue un cambio estructural impulsado con las leyes laicistas en la segunda mitad del siglo XIX, consolidado en la Constitución de 1925. Así, la revolución (francesa) en las instituciones chilenas no comenzó con un cambio constitucional, sino con nuevas leyes comunes.
Hoy las instituciones están siendo modificadas sin autorización de la ciudadanía. Las contradicciones con la práctica legislativa son múltiples: la igualdad ante la ley y el trato diferente entre chilenos; la protección de la vida del que está por nacer y la legalización del aborto; o el Estado subsidiario mientras el Estado acumula más atribuciones y se impulsan más empresas estatales.
El octubrismo gobernante está promoviendo su institucionalización mediante leyes comunes, evadiendo el resultado del plebiscito constitucional. De ahí la importancia de que los nuevos parlamentarios apoyen la visión del país que tiene la mayoría de los chilenos –manifestada en el plebiscito del 4 de septiembre de 2022– y que no oculten bajo el concepto “democrático” la réplica irreflexiba de los vociferantes (la calle) que, sin responsabilidad política, forman una minoría totalitaria que cada día deteriora a Chile.
La democracia es un modelo de participación y deliberación en los asuntos públicos que permite dar legitimidad a la actividad institucional (en la medida que exista pluralismo, frenos y contrapesos). Sin embargo, como explica C. Peña, el mantra de la democratización en todas las áreas alcanzó a las instituciones que por su naturaleza exigen un referente, como la familia y la escuela, anulando sus normas y creando un vacío de autoridad. Ello cultivó la crisis de hoy, y como señala V. Káiser, esas instituciones pasaron de ser un espacio de formación individual a uno que encarna el proyecto político de una ideología que, al final, las destruye, posibilitando que el destino de una persona sea decidido por un tercero (el líder político).
Por eso el compromiso de los parlamentarios debiera estar con las mayorías estructurales del país, y no con el totalitarismo circunstancial. Ello permitirá recuperar el orden y el sentido común, defender la identidad nacional y un Estado subsidiario, y restablecer la estabilidad institucional. En síntesis, oponerse a la política de minorías y abandonar la superstición de que el Estado es la solución.
Para ello, la primera misión será garantizar el cumplimiento de las reglas. Reformar los sistemas de seguridad, control migratorio y penal para que –en lugar de eliminar las fronteras como pretende el PC y el FA– se impida eficazmente el ingreso irregular a Chile; reducir los cargos políticos (gobernadores regionales, parlamentarios y ministerios); y proteger el derecho de propiedad (rebajar contribuciones, tener un plan maestro de reubicación para ocupaciones irregulares, y proteger los bienes nacionales de uso público). La segunda, terminar con la estatización educacional (eliminar el SLEP y la tómbola, y habilitar colegios particulares subvencionados). La tercera, aumentar el crecimiento y la productividad del país: reducir los permisos estatales para la inversión, reencausar la oposición de minorías y modernizar el sistema laboral (trabajo por hora; liberar del costo del término de contrato a las pymes y fortalecer el seguro de cesantía). Otras áreas como la salud, vivienda y pensiones exigen lo mismo: dejar de apoyar el plan de estatización de Chile que tiene la izquierda.